viernes, diciembre 16, 2005

Vendedores de karma

Hace ya algunas semanas, cuando me dirigía a toda prisa a la parada del bus tras un típico día en la biblioteca del campus, un tipo alto y desgarbado, de pelo negro y rizo, luciendo una sonrisa amplia y generosa, me paró con el típico saludo: “How are you doing men?!”, a lo que añadió: “Hey, I like your hair style!”. Como no, me hizo gracia un comentario como aquél, así que me reí y lo saludé al modo clásico de la mayoría de los yankies (la casuística de saludos da para otra historia). No recuerdo su nombre, aunque sí que su indumentaria no casaba ni de lejos con los patrones habituales. Obviamente, no era americano, ni posiblemente estudiaba en el campus. Y en cuanto le dije que era español comenzó a hablar en el idioma de Cervantes con asombrosa correción, a interesarse por lo que hacía en San Diego, a mover la cabeza asertivamente ante mis respuestas... En resumen, se estaba haciendo "el majo" por algún motivo, o eso pensaba yo, mientras jugaba conmigo mismo a adivinar de qué iba todo aquello, le sonreía educadamente, intentaba escuchar lo que decía y lo miraba de arriba abajo con cierto disimulo y enorme curiosidad.

Si fuera estadounidense, el saludo, aquel comentario sobre mi pelo o cualquier otra cuestión similar, podría ser tan natural y falto de interés como el “Me gusta tu camiseta” de hace unos cuantos posts, pero en aquella ocasión era diferente. De cualquier forma, no me dio demasiado tiempo para intentar descubrir nada por mí mismo, porque rápidamente me explicó que era brasileño y viajaba por todo el mundo como “monje”.

“Sabes lo qué es el karma”, preguntó mientras alargaba uno de sus brazos para sacar un libro de la mochila estilo hippie que le colgaba del hombro. En ese preciso momento, la necesidad de no perder el bus y mi enorme curiosidad antropo-sociológica tuvieron un encontronazo de fatales consecuencias para la recogida de datos del experimento al que el monje estaba siendo sometido sin saberlo. Con esas palabras, y la ostensible forma de ofrecerme el libro de karma que sostenía en sus manos, el monje brasileño había desvelado parcialmente el misterio y saciado, también parcialmente, mi hambre de conocimiento sobre la naturaleza de aquel encuentro. Quería venderme un libro. Suficiente para explicarle cortesmente que iba a perder el autobús, excusarme y salir corriendo hacia la parada.

Sinceramente, si hubiera tenido algo de tiempo me hubiera quedado charlando con él. Era un tío simpático, y seguramente tendría un montón de anécdotas curiosas de las que me gusta guardar en mi memoria para poder utilizarlas cuando la ocasión lo requiere, por ejemplo en este blog. Con toda seguridad le hubiera comprado el libro tras un par más de minutos de charla. Al fin y al cabo, siempre me han gustado los vendedores de karma.


En cuanto subí al bus, jadeando por la carrera, empecé a pensar en esta entrada. En los treintamuchos minutos que separan el campus del cruce de la C con la 12th, me dio tiempo a esbozar el post en mi cabeza. En cuanto me senté en la parte de atrás del autobús, ví mi cara reflejada en el espejo creado por la oscuridad de la noche en la luna del lado opuesto, y al instante me ví también frente a otro espejo, con 22 años, en una pequeño tienda de trajes del Calvario -barrio vigués- el día antes de mi ceremonia de graduación.


El mismo día por la mañana había subido a un tren en Coruña para recorrer el corredor Atlántico sobre el que tanto he escrito. Tenía que recoger a mi madre y a mi hermanita, es decir, conducir el coche familiar de Vigo a Coruña al día siguiente, para poder llevarlas y llevame al acto de graduación de mi promoción en la Facultad (FIC). A mi madre tampoco le gusta nada conducir, y no lo hace fuera de ciudad a no ser que sea imposible evitarlo. Supongo que esa falta de emoción ante los anuncios de “Me gusta conducir” -BMW- me la habrá transmitido genéticamente...


La dueña de la tienda de trajes era una vendedora de karma profesional. Curiosamente, también provenía de Sudamérica, al igual que el monje. No tardó ni diez minutos en seducirme con sus interesantes comentarios y adornadas preguntas, bien aliñados por numerosos consejos sobre la combinación de traje, camisa y corbata necesaria para dar el pego mientras recitase mi discurso la tarde siguiente. Ante el espejo, no dudé en llamar a Bouzadita para preguntarle si “con chaleco” o “sin chaleco”. “Con chaleco, es imprescidible llevarlo cuando estés desayunando a los 7 de la mañana tras la borrachera de la fiesta después de la cena de graduación. Los camareros te verán con mejores ojos y, sobre todo, así no te invitarán a dejar el local.”

Antes de comprame traje, camisa y corbata, salí un rato a la calle, eché un vistazo en alguna otra tienda y volví, tras 15 minutos, con el dinero en efectivo recién sacado del cajero para ahorrarle la comisión de la VISA a mi seductora vendedora de trajes. Se lo había ganado.


Un par de años después, me llevé a Bouzadita a la misma tienda, para que experimentase por si mismo la maravillosa sensación de ser seducido por una cincuentona. Por desgracia, la dueña de la tienda no me recordaba, y sus comentarios, preguntas y sugerencias eran los mismos, o muy similares, a los formulados años atrás. Admiro a los vendedores de karma, pero en las reglas básicas de cualquier seductor está escrito en letras de oro la regla básica de no repetir la misma historia dos veces con la misma víctima. La creatividad, así como la buena memoria, es una necesidad, sino una obligación, para cualquiera de los participantes en estos juegos. Nos fuimos, y mi segundo traje me lo compré en cualquier otro sitio.


En cuanto me bajé del bus, en el cruce citado hace unas líneas, a poco más de 200 metros de Newport Place, seguía ensimismado en mis recuerdos, repasando con calma la lista de mis vendedores de karma preferidos. El mejor de todos ellos, sin duda alguna, no es un personaje de carne y hueso, sino el protagonista de una de mis películas preferidas, la cual reponían de forma más o menos periódica hace unos años en La 2. El filme no es otro que Cadillac Man [imdb.com], protagonizado por un inigualable Robin Williams en el papel de un exitoso vendedor de coches de segunda mano, padre de familia y ex-marido frustrado, quien se ve envuelto durante unas horas en una situación tan extraña e increíble como la vida misma, actuando como negociador ante un secuestrador-marido-cornudo, ingenuo personaje protagonizada por Tim Robbins.


Para aquellos seductores, capaces de ganarse la vida únicamente con la palabra. Para esos vendedores de karma que viajan por el mundo con una mochila llena de libros, y se enfrentan a la vida con las manos desnudas. Para los de sonrisa amplia y verbo fluido. Para todos ellos, personajes a quienes admiro y estudio con infinita curiosidad y absoluto respecto, va dedicado este post, uno de los últimos de mi periplo yankie en la búsqueda del oro.


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