viernes, marzo 31, 2006

Mi hermana pequeña irlandesa

Estoy algo eléctrico. No debería porque es ya muy tarde, he salido de casa a las 8.45am y he vuelto hace un rato, cerca de las 11pm, todo el día y parte de la noche ocupada con temas relacionados con el trabajo.

Como lo mío va de cambiar el mundo, el pequeñito, el que tengo cerca, y mi trabajo me gusta justo porque va en esa línea, además de permitirme el conocer a un montón de gente, no me cansa. Sin embargo, hoy han sido demasiadas horas, incluídas unas cuantas en coche. Debería estar cansado, no eléctrico y verborreico perdido.

Estaba hablando por teléfono, en una de esas conversaciones infinitas que no van, a propósito, a ninguna parte, porque eso es lo que más me gusta, charlar jugando con las palabras, inventado un lenguaje nuevo y riendo la mitad del tiempo; y mientras hablaba y hablaba sin destino conocido, también me preguntaba a qué se debía estar así, imparable, creciéndome por momentos.

“Este chaval se droga”. Pues sí, ya he escrito en alguna ocasión sobre la droga de la alegría, entre otras cosas, compuesta de minutos y minutos al teléfono. Hoy también influye el té con leche de después de comer. Posiblemente sea ese el principal motivo, porque cualquier droga excitante como el café y el té suelen animarme mucho más de lo normal. Me afectan, casi siempre, positivamente.

E hilando, hilando, el día ocupado con las horas verborreico y la alegría con la teína, he llegado al suroeste de Irlanda, a Cork, ciudad donde pasé 4 semanas cuando tenía 21 años.

Mi viaje a Irlanda fue el principio de muchas cosas, por ejemplo, medio descubrí mi afición a viajar y conocer sitios y gente de todas partes. También empecé a beber té con leche, con mucha leche, todos los días. De las bottles de sidra Bulmers [bulmers.ie] en vasos enormes, con agujero y mucho hielo, ya ni hablo, porque casi tendría que empezar otro blog para narrar esas historias.

Me lo pasé estupedamente en Cork [irelandphotography.com], una ciudad sin ningún atractivo al suroeste de una isla, Irlanda, antiguamente estercolero y patio trasero de UK, hoy ejemplo de desarrollo tecnológico.

Me lo pasé realmente bien yendo a clase tres horas cada mañana, comiendo mi lunch y parte del de los demás a las 12.30 enfrente de la escuela, viendo carritos de la compra bajando por el río Lee, saliendo por ahí cada noche tras quedar a las 10pm enfrente del centro comercial, visitando castles, haciendo de actor porno en los role-play de nuestro profe Allan “George Clooney”, leyendo los emails cachondísimos de mis colegas vigueses (qué buenos!), haciendo viajes locos en coches locos con conductores locos y compañeros/as locos/as... Todo era cojonudo y disfruté cada minuto, incluso los de la típica morriña de un irremediable vigués-coruñés, por aquel entonces, todavía mucho más vigués que cualquier otra cosa.

Por otro lado, a ratos también me comporté como un verdadero gilipollas. No sé muy bien porqué, supongo que porque a veces lo soy, o lo era. Hubo un par de tías a las que no traté demasiado bien. Una incluso me tildó de cabrón, con bastante mala leche y algo de razón. Sería muy largo y comprometido explicar con detalle los motivos, tardaría horas hablando y siglos escribiéndolo, casi tanto como lo mucho que pensé en su momento por qué carallo me había comportado así con ellas, hasta encontrar una respuesta, guardada ya en algún rincón de mi memoria.

Me acuerdo de casi todo el mundo, pero de casi ningún nombre: Xabi el navarro, los hermanos madrileños César y Juan “mi vaso tiene agujero”, los primos Isra y Ana de Almansa, Natalia de Málaga, Ana mi hermana pequeña de Palencia... Hay muchos otros Spanish y algún foreigner a los que pongo cara, pero no nombre.

Fiestas, más fiestas, situaciones de película de adolescentes borrachos, malas carreteras, clases divertidas, clases aburridas, películas con mi familia irlandesa, música, paseos bajo la lluvia y días de Sol españoles, historias y más historias...

Hay una persona en particular, otra tía más, con la que también fuí un gilipollas, a la que sé que un día me volveré a encontrar. Mi hermana pequeña irlandesa, de Palencia, estudiante de psicología y juerguista salmantina, fue mi mejor amiga durante esas semanas. A la media hora de despedirnos con mala cara en el aeropuerto de Madrid, cuando los hermanos madrileños vinieron a buscarme, sabía que me iba a arrepentir muchas veces de no haber anotado su teléfono o su email, de no haber dicho hasta luego en lugar de adiós.

Recuerdo perfectamente cuando la conocí, a los 5 minutos de aterrizar en Cork, rodeados de un ciento de hormonas con patas de 13 a 16 años. Llevaba unas botas de esas salidas de algún bicho asesinado por Cocodrilo Dundee y un pendiente en la lengua. En cuanto me dijo que tenía en su lista de pendientes visitar Australia supe que nos llevaríamos bien. Como mi family irlandesa no apareció para recogerme, acabé cenando con la suya: Sean, mujer e hija pequeña. Esa misma noche acabamos charlando hasta las tantas irlandesas, contándome ella sus intimidades sentimentales y yo mis medias verdades creadas on the fly para la ocasión.

Lo cierto es que si la viese ahora no la reconocería, posiblemente le faltaría el pendiente en la lengua y las botas de imitación. Ella tampoco vería en mí mi chupa de chapa (cuero), perdida en Málaga, ni mis andares nocturnos de chico gilipollas por primera vez en el extranjero. Seríamos dos extraños, como lo éramos en muchos sentidos entonces, pero con casi seis años más y muchas más historias para no dormir.

Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que volvería a encontrármela, como la sigo teniendo ahora. Sé que nos daríamos un abrazo y par de besos de esos que se da la gente que se tiene cariño. Al fin y al cabo, sigue siendo mi única hermana pequeña irlandesa.


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