viernes, marzo 10, 2006

La presión de ser bloguero

En muchas ocasiones he sentido la presión del bloguero (mi palabro español para blogger). Cuando estaba en Yankilandia, tras 2 meses allĺí, algunas semanas no creía tener nada interesante que contar, pero tampoco quería dejar de “comunicarme” con mi gente al otro lado del Océano, así que dejaba fluir cualquier cosilla de mis dedos para seguir en “contacto”. Justo al volver, el diciembre pasado, cuando estaba preparando mis solicitudes para Stanford y el MIT, decidí dejarlo durante un tiempo, para no sentirme culpable al usar el poco tiempo del que disponía en escribir otra cosa que no fueran mis ensayos.


Esta presión es como aquella sensación de “esta semana no he llamado a mi mami” de los primeros años universitarios, o la mirada gacha a mi monitor del gimnasio cuando dejaba de ir algún día por partidos, exámenes o falta de ganas de levantar pesas. Se equipara a una obligación, motivando el sentimiento de culpa al faltar a un compromiso.


Al escribir esto, sobre este sentimiento, también de adicción a plasmar mi vida a través de esta botella a la deriva en Internet, contando historias no siempre divertidas, viviendo como cualquiera de vosotros en búsqueda de la felicidad, la fiebre del oro, el verdadero y casi único sentido de la vida, esa que a veces se reduce erróneamente a levantarse por las mañanas y seguir respirando...


Como decía, al escribir sobre esto, puede pareceros que lo hago porque no tengo nada más que contar, porque ya ha pasado una semana de mi última historia (límite psicológico), porque me siento obligado, bajo la presión del bloguero, a lanzar palabras al aire palabras aleatorias y ponerlas en orden de cualquiera manera, tal como aterrizan... No es así, y podría ser un error malgastar este socorrido cartucho, tan sospechoso de falta de creatividad, un día como hoy, sin necesidad.


Sin embargo, me apetecía. A pesar de poder hablar sobre quiénes conocen la combinación de colores de mis sábanas coruñesas y porqué; sobre cómo se puede uno indigestar de marisco, “envevenar” a unos clientes/visitas y vomitar en el coche mientras en el camino del hotel en la oficina, tras lo cual se pasan dos días sin ingerir alimentos sólidos...; sobre las peripecias de buscar un sitio donde den de comer un domingo después de las cuatro de la tarde por toda Coruña (no estábamos en Errspaña?, no se puede comer a cualquier hora?); sobre mis paseos de infinitos kilómetros jugando al escondite con la sal perdida, el vinagre esquivo y su colega el abrelatas en el macro-hipermercado; sobre las historias ajenas de la cartera desaparecida y recuperada años después, o las también ajenas de postales abandonadas en autobuses escandinavos que siempre vuelven...


La verdad, últimamente me sobran cosas sobre las que me apetece escribir en este blog, sean absurdas, más o menos íntimas, no propias, graciosas/ridículas/divertidas o faltas de talento, ese talento, el literario, por el que hubiera dado tantas cosas en una época lejana de mi vida, en la que me planteaba probar fortuna detrás de un procesador de textos, un pseudónimo y mucha ilusión.


Cuando surgió la idea de La fiebre del Oro. Buscando oro en California, tenía todo el sentido del mundo. Una vez que se me ocurrió ese título, algo de lo que estoy inmodestamente orgullo a pesar de lo obvio del mismo, todo fluyó de la forma más natural y asombrosa que se pueda imaginar. Lo que había sido concebido para relatar, a mis amigos vigueses, historias de cama en la hipotética y futurible bacanal sexual yankie, con todo el cachondeo y jolgorio de nuestras irrepetibles, desordenadas e irreverentes conversaciones sobre mujeres, relaciones y tonterías nocturnas, se convirtió al poco tiempo en algo absolutamente serio y dirigido a cualquiera que quisiera “escuchar”.


Gracias a escribir sobre la búsqueda del oro, repito, la búsqueda de la felicidad, ahora ya bajo el Puente de Rande, mucho más cerca de mi hogar vigués-coruñés, he conseguido contar y decir cosas que nunca hubiera sido capaz de otra forma.


Cuando pasaba mis días al otro lado del Atlántico, al borde del Pacífico, me servía para sentirme como si estuviera en casa, para emocionarme “hablando” con la gente que quería ver, para, valiéndome de la distancia, el tiempo y es espacio que me separaba de lo conocido, desnudarme emocionalmente más allá de lo que nunca hubiera imaginado, para lanzar mensajes de desengaño, para sentirme mejor y también peor, para conocerme y aprender, para darme cuenta de cosas tan maravillosas como mi dualidad norte-sur galega, para compartir mi indescriptible alegría al hacer algo tan simple, y a la vez tan lleno de significado, como cruzar un puente....



Hace muchos meses instalé en mi blog una herramienta gratuíta de estadísticas. Tras aquel exitoso mes de historias de sopresa y descubrimiento de septiembre, tras recibir emails de todo tipo, tras convencerme de que quería seguir escribiendo, tras no poder vencer mi curiosidad y diminuto y antiguo sentimiento de ser escritor, decidí cambiar unas horas del sol de California por la búsqueda de la fórmula mágica para saber cuántos, cuándo y desde dónde me visitaban. Estaba buscando la presión...


Nunca pensé que pudiera leer este blog gente desconocida. Principalmente porque todo esto va sólo de mí y lo que pasa a mí alrededor, algo sin a priori sin interés para cualquiera que no haya tenido la ocasión de verme y charlar conmigo en persona. No es un sitio de opinión y actualidad, ni de tecnología o tendencias, ni de divertidas historias para empezar la mañana con una sonrisa, ni de ningún tema especialmente interesante. La fiebre del oro no es más que el diario personal y público de un vigués-coruñés que se fue a buscar la felicidad a California, y se dio cuenta de que podía/podría/podrá encontrarla también en su propia casa.


En las últimas semanas ha habido más visitas, me han presentado a gente que leía este blog porque le recordaba a su propia experiencia en USA, u otros/as que lo siguen de vez en cuando por si escribo algo divertido...


Todos/as vosotros/as, lectores habituales o esporádicos, amigos conocidos o desconocidos, sois como mi mami con las conversaciones telefónicas semanales, o mi antiguo monitor de gimnasio con el levantamiento periódico de pesas. Me hacéis experimentar ese sentimiento de culpa y de obligación, esa presión... Y me gusta, me gusta mucho, sentir la presión de ser bloguero.


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