lunes, julio 14, 2008

Y, ahora, nos ponemos rojos?

A estas alturas, a mi edad, ya rozando la treintena, ¿cómo es posible que me ponga rojo en según qué situaciones?

Pues nada, resulta que la madurez nada influye sobre la forma de ser, esa grabada a fuego en los genes y el entorno que nos rodea durante los muchos primeros años de nuestra vida. El miedo al ridículo y la vergüenza siguen ahí, expectantes y listos para provocarnos ganas de salir corriendo ante la situación más inofensiva.

La madurez, el hacerse viejo, además de forzarnos a usar cremitas hidratantes y escuchar atentos las fórmulas anti-arrugas difundidas por la subcultura popular, nos da la fórmula para controlar mejor nuestros horribles defectos sociales, pero no los elimina. Es simple maquillaje, leyes y patrones copiados a otros para esconder la realidad que lucha bajo nuestra piel por salir a flote.

Tengo tantas ganas de escribir las cosas que pasan últimamente por mi cabeza, además de las que me pasan por ahí, que casi vencen a mi actual falta de foco y sentido de vida futura, reflejada en la pereza más absoluta por hacer nada útil.

Estoy abandonado al pasar del tiempo y el olvido, esperando a que los puntos se conecten en algún futuro momento imposible de imaginar hoy, ayer o la semana pasada. Río abajo y sin timón, vislumbrando no sé si rápidos, cataratas o un remanso de calma y satisfacción.

Y entre pereza y ganas, tras iniciar una exposición incompleta de mi propia cobardía, vergüenza e incapacidad social, sale otro mini capítulo de mi vida multicolor el día que me han extraído dos premolares.

De rojo durante las 3 o 4 próximas semanas, a juego con mi carita de veintitantos-añero cada vez que me enfrento a la realidad más allá del mundo de javi siemprefeliz, y también a juego con la sangre emanada por donde antes lucía el blanco reluciente.

Ya, ya sé, me he saltado varios capítulos desde el naranja, aquella etapa de voluntad que duró mientras pude resistirme al sucedáneo de la Nutella.

El naranja de la prentendida y nunca conseguida voluntad, el azul de la tristeza (en hábil símil con el término inglés), algún otro color posterior que se ha perdido incluso en mi memoria...

Y ahora el rojo: el de la sangre, el del amor de la Love Song pirata que suena en mi ipod, el de de la furia de la Eurocopa y la cadena que lo emitió, también el de las mejillas avergonzadas y, por último, el mío preferido de cuando pequeño.

De aquí a finales de julio, a la vuelta de Zaragoza y mi paseo por casa de Nacho y Heidi, el rojo es el código de mi vida multicolor.

¿Hallaré al final del arco iris el legendario cofre repleto de oro? La fiebre del oro continúa...

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